17 octubre 2005

La cátedra

Con tres votos se hace catedrático a un poste de telégrafos
Tres votos, sólo tres votos. Pero, claro, antes hay que lograr que el departamento saque a concurso la misma. Y que te aprueben los nombres del presidente y suplente que tú eliges, pero que nombra el consejo de departamento. Y que tenga el perfil que te convenga. Y que no la paren en el rectorado, como le ha pasado a Álvaro. Mira que es capullo el pobre. Ni siquiera sospechó de que le aprobáramos a la primera la petición de cátedra. Pues claro que se la aprobamos. ¿Cómo no íbamos a hacerlo si sabíamos que en el rectorado la iban a parar? El día de la votación el gozo fue absoluto, grandioso. Viéndole tan feliz, anticipaba lo que sabía sucedería. Hoy se le ha comunicado: no podrá pedir la plaza hasta que no haya al menos tres titulares por cátedra. Y aún falta uno para cubrir las dos que ya tenemos...
Cuando aún éramos amigos, no hace mucho en realidad, yo pedí la mía y con su apoyo logramos que el requisito legal no fuera tenido en cuenta. Pobre. Ya sé que mi oposición no fue de las mejores, y que hubo cachondeo para un mes con el tema, pero hoy cobro el plus, luzco en e escalafón y, con un poco de suerte, consigo el gallifante en la próxima convocatoria (hay que saber elegir a los becarios). Y, mientras, él tendrá que pudrirse unos añitos en el infierno. Con todo, a día de hoy nadie recuerda el repaso que me dieron los miembros del tribunal, lo que quedó para la posteridad fue la manifestación más inoportuna de mis problemas urinarios.
El médico me recetó mucha agua, y la mucha agua trae consigo mucha presión en la vejiga. Yo había bebido un par de botellines de agua durante la exposición del tema y una gran taza con una tila inútil antes de entrar. Así que a las dos horas de sesión, cuando el presidente del tribunal se encontraba en medio de una tremenda perorata sobre la inconsistencia de mi bibliografía, no pude más. Durante el discurso del secretario ya había comenzado a sentir cierto dolorcillo, que se transformó rápidamente en una copiosa sudoración y una alarmante subida de tono en la piel de la cara. Intenté aguantar hasta el final pero no pude y tal como lo sentía lo dije, pensando que susurraba: "No puedo más, me meo". Salí corriendo de la sala ante el desconcierto de una parte y el jolgorio de la mayoría. Volví al cabo de unos minutos, con el pelo bien atusado y esmerándome en tapar con la chaqueta una mancha que acusaba mi incontinencia.
De la risa, al presidente se le olvidó que más quería decir y se terminó el martirio. De momento, porque durante la comida de vez en cuando alguien me sugería que fuera al servicio por si las moscas. Lo que tiene uno que soportar a veces, Mari Luz. ¡¡Ay!! Qué cruz.

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