Algunos de ellos, muy, pero que muy gordos ...
Hoy se han celebrado los 200 años desde la fundación de la Universidad. Si no fuera por que soy del equipo de gobierno y tengo la obligación de acudir, me habría tomado libre el lunes y habría hecho un acueducto de viernes a martes. Pero había que ir. Qué remedio.
Y, a diferencia de la inauguración del curso, en esta ocasión hay mucha gente del grupo ese al que denominamos fuerzas sociales en el campus. Para la ocasión se ha reunido a todos los antiguos rectores que siguen vivos. Ha sido divertido, pues era como un desfile de momias, de cadáveres que fueron cayendo desde la cumbre a los abismos. Nadie se engaña en eso, el final de casi todos los rectores viene a través de una derrota electoral, y el que es derrotado es un cadáver.
Se había preparado una recepción gigantesca y no cabía un alfiler. Me tuve que vestir con la toga doctoral y el birrete ese de color naranja butano, que mira que es feo. Ya antes de salir del despacho comenzaron los problemas, la manga izquierda se me enganchó en la nueva pantalla plana del ordenador que se hizo añicos contra el suelo. Maldiciendo mi mala suerte salí al pasillo que estaba inundado por un escape en un grifo del aseo de las chicas. Remangándome las faldas fui saltando de charco en charco por el pasillo. El dilema estaba entre sujetar el birrete o remangarme. Obviamente, con los saltos, el birrete acabó cayéndoseme a uno de los charcos.
Así que me uní a la ceremonia tarde y con el birrete apestando a orines. Tanto que, durante gran parte de la misma, los compañeros de alrededor no paraban de mover las narices a diestro y siniestro. Los elefantes son animales gregarios, igual que los universitarios con el traje de romano. Debieron pasárselo en grande los civiles viéndonos caminar como los dinosaurios gigantes, lentos y torpes. Como movernos era tan complicado, la mayor parte de nosotros optamos por quedarnos al lado de una mesa. Al cabo de una hora de estar haciendo codo en la mesa, no era muy consciente de lo que estaba diciendo ni a quién.
Llegados a este extremo, caminar con el traje se hace aún más difícil. Como no iba a mejorar la situación a corto y quería acercarme al alcalde que se movía de mesa en mesa con grácil soltura, pensé que lo mejor era ir al despacho y deshacerme del engorro del birrete. Sin embargo, antes de abandonar el cóctel aún me dio tiempo a dar un poco más la nota, ya que al pasar junto a la consejera la saludé con un enérgico golpe de cabeza que provocó que mi birrete acabará en su generoso escote. Y, claro, con los nervios y el vinillo haciendo de las suyas al querer cogerlo terminé propinándole un masaje en sus senos. Los colores se me iban y venían a la vez que al escolta de la consejera le daba un ataque de risa.
Avergonzado y con paso inseguro llegué al despacho y me deshice del traje, no sin antes enganchar los faldones en una montaña de expedientes que terminaron en el suelo. Para colmo, al intentar volver a poner los papeles en su sitio me corté en la mano con los cristales de la pantalla. Con tanto ajetreo se me fue pasando el mareillo pero, por el contrario, cuando regresé al recinto de la fiesta ya no quedaban más que unos cuantos profesores jóvenes tonteando con unas alumnas. Ni rastro de la consejera manoseada ni del alcalde de pies ligeros.
Mari Cruz, a veces, apenas me da la luz.
Y, a diferencia de la inauguración del curso, en esta ocasión hay mucha gente del grupo ese al que denominamos fuerzas sociales en el campus. Para la ocasión se ha reunido a todos los antiguos rectores que siguen vivos. Ha sido divertido, pues era como un desfile de momias, de cadáveres que fueron cayendo desde la cumbre a los abismos. Nadie se engaña en eso, el final de casi todos los rectores viene a través de una derrota electoral, y el que es derrotado es un cadáver.
Se había preparado una recepción gigantesca y no cabía un alfiler. Me tuve que vestir con la toga doctoral y el birrete ese de color naranja butano, que mira que es feo. Ya antes de salir del despacho comenzaron los problemas, la manga izquierda se me enganchó en la nueva pantalla plana del ordenador que se hizo añicos contra el suelo. Maldiciendo mi mala suerte salí al pasillo que estaba inundado por un escape en un grifo del aseo de las chicas. Remangándome las faldas fui saltando de charco en charco por el pasillo. El dilema estaba entre sujetar el birrete o remangarme. Obviamente, con los saltos, el birrete acabó cayéndoseme a uno de los charcos.
Así que me uní a la ceremonia tarde y con el birrete apestando a orines. Tanto que, durante gran parte de la misma, los compañeros de alrededor no paraban de mover las narices a diestro y siniestro. Los elefantes son animales gregarios, igual que los universitarios con el traje de romano. Debieron pasárselo en grande los civiles viéndonos caminar como los dinosaurios gigantes, lentos y torpes. Como movernos era tan complicado, la mayor parte de nosotros optamos por quedarnos al lado de una mesa. Al cabo de una hora de estar haciendo codo en la mesa, no era muy consciente de lo que estaba diciendo ni a quién.
Llegados a este extremo, caminar con el traje se hace aún más difícil. Como no iba a mejorar la situación a corto y quería acercarme al alcalde que se movía de mesa en mesa con grácil soltura, pensé que lo mejor era ir al despacho y deshacerme del engorro del birrete. Sin embargo, antes de abandonar el cóctel aún me dio tiempo a dar un poco más la nota, ya que al pasar junto a la consejera la saludé con un enérgico golpe de cabeza que provocó que mi birrete acabará en su generoso escote. Y, claro, con los nervios y el vinillo haciendo de las suyas al querer cogerlo terminé propinándole un masaje en sus senos. Los colores se me iban y venían a la vez que al escolta de la consejera le daba un ataque de risa.
Avergonzado y con paso inseguro llegué al despacho y me deshice del traje, no sin antes enganchar los faldones en una montaña de expedientes que terminaron en el suelo. Para colmo, al intentar volver a poner los papeles en su sitio me corté en la mano con los cristales de la pantalla. Con tanto ajetreo se me fue pasando el mareillo pero, por el contrario, cuando regresé al recinto de la fiesta ya no quedaban más que unos cuantos profesores jóvenes tonteando con unas alumnas. Ni rastro de la consejera manoseada ni del alcalde de pies ligeros.
Mari Cruz, a veces, apenas me da la luz.
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